Carlos Castro Riera
Toda actividad política pretende ganar el poder, reformarlo, conservarlo o reforzarlo, y aquello implica confrontación, coincidencias, compromisos, acuerdos y alianzas entre las diversas fuerzas políticas y sociales.
En la antigüedad la política se reducía a la fuerza y quien accedía al poder, el déspota, utilizaba el terror y el temor como base para sostenerse en el gobierno.
En la edad media y parte de la moderna, los monarcas concentraron el poder en su persona, ellos legislaban, administraban el Estado y ejercían la justicia, su voluntad era la ley, y la persecución, la cárcel y la muerte era el destino de sus críticos y opositores.
La lucha por la libertad de los pueblos condujo al Estado de Derecho, y la división del poder en legislativo, ejecutivo y judicial, para que el poder controle al poder, y los gobernantes y gobernados sujeten su conducta a la ley. El derecho a la crítica y la oposición política se legitimó y legalizó.
Bajo el fascismo, el Estado de Derecho, la división de poderes y la legalidad, se redujo a una formalidad y los Parlamentos fascistas otorgaron al gobernante, facultades legislativas extraordinarias en nombre de los altos intereses del Estado. Con el control de los jueces y la legislatura, los críticos y opositores al régimen fascista, fueron juzgados y encarcelados.
Esta experiencia de violación de derechos y garantías, por la concentración totalitaria del poder, fue una de las causas que llevó al establecimiento del Estado Constitucional en el que la Constitución como norma jurídica de directa, inmediata y privilegiada aplicación, subordine al ordenamiento jurídico y a todo poder, a la realización de los derechos con un sistema eficaz de garantías.
Sin embargo la vivencia del Estado Constitucional, es una en Europa -por ejemplo-, y es otra en América Latina y particularmente en nuestro medio. Una cosa son los derechos, garantías, instituciones y normas, plasmadas en la Constitución, es decir la forma del modelo político y otra cosa, el carácter del régimen político que se erige, administra y gestiona el poder público, es decir el contenido de la conducta real del poder en su relación con el aparato coactivo judicial para procesar a críticos y opositores.
Como nunca antes se ha judicializado la política y se enjuicia a diestra y siniestra desde el poder, dando la apariencia de civilidad lo que en el fondo es represión, “contienda” desigual entre el poder y los ciudadanos llanos.
Reducido el Estado Constitucional, nuevamente a mera formalidad, la persecución y el uso abierto de la fuerza cede el paso al procesamiento judicial y administrativo que encubre lo que es represión política judicializada. Quien no es mi amigo es mi enemigo, quien discrepa, que se atenga a las consecuencias.
Verdad es, que no se puede tolerar actos de violencia irracional en nombre de democracia, pero tampoco se debe perseguir ideas o juicios de valoración que en el fondo siendo políticos, no tienen la finalidad dolosa del delito común y corriente.
En la política se da y se recibe golpes, se dice y se contradice, y quien gobierna está sometido a todo tipo de críticas y por ello las costumbres constitucionales y hasta normas positivas prefieren tolerar lo que podría calificarse desde la óptica penal común, como improperio injurioso, al sacrificio de la libertad de opinión frente a los actos del poder.
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