José Hernández
Diario Expreso, 14-08-2011
Las afirmaciones presidenciales reposan sobre silogismos cuyas premisas lucen ciertas. Repitió algunas el miércoles pasado cuando presentó, en la Asamblea, el informe a la nación.
El presidente dijo, por ejemplo, que la prensa no puede ser un contrapoder. Sin rodeos afirmó que si es contrapoder, hace automáticamente política. Por lo tanto, debe anunciar su credo en forma explícita. Por supuesto, Rafael Correa cree que los medios independientes hacen política sólo contra unos gobiernos y son descarados cómplices de otros. Son sus palabras.
Esa lógica acarrea siempre muchos aplausos y el discurso del 10 de agosto no fue la excepción. La política es hoy eso precisamente: una suma de silogismos dichos y recibidos sin beneficio de inventario. La fe reemplaza con creces el raciocinio.
¿La prensa es un contrapoder? Sí. No es el cuarto poder del Estado, como decían antaño, ni el sexto poder en Ecuador, después del Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial y los dos poderes que se inventó la revolución ciudadana. La prensa es el contrapoder del poder político y de todos los otros poderes. Pero, claro, eso se refrenda con los hechos y necesita ser analizado a la luz de las premisas oficialistas.
El presidente asegura que si la prensa es un contrapoder, es política. Y por supuesto que lo es. La diferencia está -y no es pequeña- en la acepción que el mandatario otorga a la palabra política. Desde los griegos, se entiende por política la participación en los temas públicos que preocupan a los ciudadanos, por oposición a los temas estrictamente privados. Ocuparse de esas agendas no es una opción para la prensa: es la esencia de su función. Es su obligación conectarse con aquello que interesa a los ciudadanos. No sólo sus problemas, diferencias, necesidades e inquietudes. También sus sueños, héroes, imaginarios, expectativas, valores, proyectos de futuro… No hay cómo construir políticas públicas sin debatir y acordar. Esa gestión es, por supuesto, un hecho político en el cual se ventila, a cada vez y en todas las acciones y opciones, el bien común.
El presidente confunde política pública y política partidista. Él, que llegó tarde a esa actividad, entiende la política como un acto sectario, destinado a estar a favor o en contra del Gobierno. En ese marco, le parece normal pedir que los medios anuncien el color y el tamaño de su línea proselitista.
Su afirmación ilustra el reduccionismo atroz con el cual concibe la esfera pública. ¿Una prueba? Las conclusiones inauditas a las cuales se tendría que llegar si se extendiera la sábana hasta los límites que ha trazado el presidente. La primera: él concibe el periodismo como una profesión funcional; atada políticamente a alguien. Eso da luces sobre el papel que juegan, a su entero favor, los medios mal llamados públicos. De lo contrario, el presidente tendría ejemplos para mostrar de buen periodismo en la cadena de medios que controla su gobierno. Y no los tiene.
La segunda: según la visión presidencial, los medios no pueden acompañar a la sociedad en la construcción de políticas públicas. En lugar de espacios de reflexión y debate –lo cual los obliga a ser rabiosamente pluralistas– solo debieran ser notarios y correas de transmisión de los hechos del poder.
Preguntas: ¿dónde se decantan y se ponen a competir, entonces, las políticas del Gobierno de turno? Si eso no hace parte de la labor de los medios, ¿para qué sirven? Si la prensa no contribuye a que una sociedad se conozca y se proyecte, evalúe a su Gobierno y explore las alternativas democráticas que surgen ante él, ¿cuál es su papel en la construcción de la esfera pública?
El presidente, al tergiversar los roles, propone una sociedad catequizada, peligrosamente polarizada y sin medios independientes del poder político. ¿Cómo evolucionan esas sociedades?
Él está diciendo que debatir sus políticas y cuestionar sus acciones convierte a los medios en actores políticos partidistas y defensores de intereses oscuros o torcidos. Esa conclusión es pavorosa, por una razón: si los medios no se ocupan de lo público -y lo público incluye a los gobiernos- ¿de qué deben ocuparse? ¿De los boletines de los gobiernos de turno?
El debate de fondo no es, como dice el presidente, si los medios de comunicación deben o no participar en política. El debate está en qué políticas partidistas (en las cuales no se inscriben los verdaderos medios) concurren o no al bien público.
José Hernández
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